domingo, 27 de julio de 2014

Fulci: el eterno debate



Desagradable, gratuito, incoherente, poco imaginativo... Son muchos los adjetivos que, desde la década de los sesenta, han acompañado a buena parte de las películas que integran la filmografía de Lucio Fulci, realizador italiano nacido en 1927 y fallecido en 1996 cuyas cintas más famosas suelen estar repletas de muertes truculentas, así como de primerísimos planos que suelen fundir alegremente diversas partes del cuerpo y toda clase de objetos de punta afilada -cabe señalar que Fulci comenzó realizando comedias, dramas e incluso westerns, antes de especializarse en el cine giallo y el terror de corte sobrenatural, precisamente los dos subgéneros por los que acabaría siendo finalmente conocido a nivel internacional. 

En Aquella casa al lado del cementerio (1981), por ejemplo, el polémico director juega a combinar los clichés de las 'películas de casas encantadas' con el género cinematográfico de los mad doctors, todo ello pasado por su particular forma de entender el relato fílmico, que pivota a menudo sobre tres o cuatro escenas clave en las que Fulci da rienda suelta al gore más ingenioso -dando a menudo la sensación de que el resto del metraje es tan sólo la excusa para que aquellas tengan lugar- y una muy particular afición a los desenlaces ambiguos o directamente crípticos -siendo quizás Miedo en la ciudad de los muertos vivientes (1980) o el film que ahora comentamos los casos más representativos en este sentido. 

Muchos aficionados al cine de terror -entre los que me incluyo- encuentran en dichas características un sello de autor al fin y al cabo, y en última instancia, lo que para algunas personas puede ser sólo caos o deriva narrativa, para otras supone un relato hipnótico, magnético y, sobre todo, de una enorme fuerza audiovisual. A continuación, adjunto el tema principal compuesto por Walter Rizzati para Aquella casa al lado del cementerio (1981) en su única colaboración con Fulci -y en sustitución del habitual Fabio Frizzi-; una pieza inspirada en la música barroca que otorga al film la dosis perfecta de solemnidad.    
  

domingo, 20 de julio de 2014

Jim Malone: consejos para la espera


Aunque Los intocables de Elliot Ness (1987) puede parecer, a primera vista, una de las películas menos autorales de su director, momentos como el famoso guiño a El acorazado Potemkin (1925) de Sergei M. Eisenstein o el asalto a la casa del personaje de Jim Malone, deudor del prólogo de su anterior Impacto (1981) -que a su vez homenajeaba al Halloween (1978) de Carpenter-, son los ejemplos más explícitos de que el film es puro Brian de Palma. Las actuaciones de todo el reparto -aunque sobresaliendo los más veteranos Robert de niro y Sean Connery-, la excelente partitura de Ennio Morricone -con temas magistrales como el inolvidable leitmotiv principal- y el estupendo guión de David Mamet -que aquí vuelve a indagar en uno de sus temas predilectos: el honor como forma de vida- son otros de los muchos motivos que hacen de la revisión de esta cinta una auténtica delicia para cualquier amante del cine. 

Sin embargo, el motivo más importante para que Los intocables de Elliot Ness (1987) quedara grabada en mi memoria cinéfila para siempre es una escena muy concreta. En ella, Jim Malone -Sean Connery- recorre la habitación en la que los protagonistas esperan a que se produzca un encuentro ilegal en la frontera entre EEUU y Canadá, y va dando consejos a cada uno de sus tres compañeros de equipo: a Elliot Ness -Kevin Costner- le recomienda tener paciencia; a Stone -Andy García- le insta a no seguir revisando su arma; y por último se acerca a Wallace -Charles Martin Smith-, quien parece tener frío, y le dice que golpee el suelo con sus pies, consejo que este último pone de inmediato en práctica. Después, Malone se sienta en una silla a comer algo y la imagen realiza un lento fundido a la siguiente secuencia. 


Aún a día de hoy, cuando noto que el frío me invade el cuerpo -ya sea esperando el autobús o la llegada de algún amigo-, recuerdo de nuevo las palabras de Malone y sigo su consejo. 


domingo, 13 de julio de 2014

John Carpenter: 1001 razones


[texto escrito hace algunos años para un antiguo blog de cine...]

A veces me pregunto qué es lo que me atrae del cine de John Carpenter; qué es lo que me hace disfrutar mucho más de sus películas que de otras cuyas características podrían resultar, en principio, merecedoras de una mayor admiración por parte de los aficionados al séptimo arte. 


Tal vez sea el aroma a serie B que desprenden muchas de sus historias; el cariño al cine de género; la afición por recrear los arquetipos del western; el gusto por las formas clásicas; la capacidad para crear personajes carismáticos; el hecho de que sus ficciones no suelan ser otra cosa que el reflejo de los eternos miedos y fantasmas de nuestra sociedad; o esos finales abiertos y, por lo tanto, aún vivos tiempo después de su visionado en la memoria del espectador cómplice, al que Carpenter logra hacer empatizar con sus protagonistas en la última pelea, el último asalto o la última huida. 


Mención aparte merece la música del propio director, que compone casi siempre las bandas sonoras de sus películas: a menudo se basan en temas principales que se van repitiendo a lo largo del metraje y consiguen dar una mayor coherencia a la historia. En el caso de Están vivos (1988), el leitmotiv musival tiene un carácter pausado pero dinámico y con sus sucesivas apariciones no hace más que ayudar a cimentar el agobiante clima que va apoderándose de la película. Como ejemplo, una de sus primeras escenas, en la que se nos muestran el carácter del protagonista -impagable el detalle del palillo- y la sensación de desasosiego que recorre casi toda la cinta, hoy en día más actual que nunca.