A principios del siglo XX, Abel
Gance estrenaba J’accuse (1919), un film protagonizado
por dos soldados de la I Guerra Mundial enamorados de la misma mujer y cuya
secuencia final se inscribía dentro del género fantástico, al mostrar la
aparición de un ejército de soldados muertos en combate; durante su rodaje, el
director galo contó con la participación de militares profesionales y filmó
imágenes reales en el mismo campo de batalla. Años después, y poco antes de que
comiencen los preparativos para la II Guerra Mundial, Gance llega a la
conclusión de que el mensaje de aquella película sigue más vigente que nunca y
decide rodar una nueva versión de su propia historia, aunque en esta ocasión la
acción comenzará directamente en el campo de batalla, se eliminarán y añadirán
varias sub-tramas, y se cambiará el guión para que haga referencia explícita al
nuevo conflicto internacional. De esta forma, a principios de 1938 llega a las
pantallas J’accuse (1938), una mezcla
de metáfora antibelicista, melodrama romántico inter-generacional y relato
fantástico-sobrenatural.
Los primeros cuarenta y cinco
minutos del film transcurren casi en su integridad en el interior de un
campamento militar francés situado en el distrito de Verdún, durante las horas
previas a que se dé por terminada la I Guerra Mundial -mediante el Armisticio
del 11 de noviembre de 1918-. Las primeras imágenes no pueden ser más demoledoras:
un pájaro muerto, una estatua religiosa desplomada, ruidos de cañones, animales
muertos flotando en el agua, edificios destruidos, cadáveres humanos volando
por los aires, rostros de soldados patidifusos, explosiones, un militar
gritando al ejército enemigo: “maldita sea,
¿no estás cansado de jugar al tenis con mi esqueleto?”… Poco después
conocemos al protagonista de la historia, Jean Diaz, un soldado conocido entre
sus compañeros por ser el único que vuelve siempre ileso del campo de batalla;
en su mismo regimiento está también François Laurin, con cuya mujer mantiene
una relación amorosa: “el que sobreviva
tendrá el derecho de irse con ella”, llega
a decirle un soldado a otro mientras contemplan la tensa relación entre los dos
hombres. Este tramo bélico inicial, que termina con el momento en que Jean
promete a François no volver a experimentar jamás sentimiento alguno hacia su
esposa Edith, está lleno de escenas para el recuerdo: una mujer entretiene a
los soldados entonando una canción cuyo ritmo van marcando los disparos de los
cañones -algo que es acentuado a través del montaje-; Jean coge de la mano a un
compañero aterrorizado por la situación, poco antes de prometer a sus camaradas
que nunca habrá otra Guerra como aquella; las imágenes victoriosas posteriores al
Día del Armisticio son intercaladas con otras en las que se nos muestran
cementerios gigantescos, trincheras desoladas y militares hundiéndose en el
fango; etc.
J’accuse (1938)
El tramo intermedio de J’accuse (1938) aborda la vida de Jean
Diaz como civil una vez terminada la guerra y a lo largo de casi dos
décadas: el protagonista mantiene varios triángulos amorosos en los que
confluyen Edith y la hija de esta última; se refugia durante años en un taller
donde comienza unas investigaciones científicas destinadas -según sus propias
palabras- a ‘prevenir otra guerra’; y parece ir perdiendo gradualmente su
cordura conforme el recuerdo de los compañeros caídos en combate se va haciendo
más insoportable. Comienzan a aparecer también los primeros detalles de
carácter fantástico, referidos en particular a la obsesión del protagonista con
un cementerio, en el cual están enterrados los miembros de la última patrulla
junto a la que luchó en combate: Jean asegura escuchar las voces de sus
antiguos camaradas y descubre que la mujer que cantaba para los soldados
durante la contienda también experimenta dicha sensación. Asimismo, durante
este segmento del film presenciamos el momento más genuinamente ‘terrorífico’
de todo el metraje, cuando durante una noche de tormenta el protagonista se
aparece a su nueva amiga con el pelo blanco y el rostro petrificado: un gato
negro camina en la oscuridad, las ventanas no dejan de dar golpes contra las
paredes y mientras Jean cuenta lo que acaba presenciar -algo que nunca llega a quedar
del todo claro- los rayos iluminan intermitentemente sus ojos y al fondo
podemos ver las cruces que adornan las tumbas de los militares… Pero en última
instancia, esta segunda parte de J’accuse
(1938) es sobre todo una ocasión para la exhibición actoral de Victor
Francen, quien en su papel de Jean Diaz pronuncia varios monólogos de alta
carga dramática, destacando especialmente aquel que da nombre al film -y el
cual resume a la perfección el mensaje que Gance dirigía a los espectadores:
“Acuso
a la guerra de ayer de haber creado la Europa actual y acuso a la guerra de
mañana de preparar la destrucción de Europa. Acuso a la humanidad de no haber
aprendido ninguna lección de la última catástrofe, y de esperar la siguiente
guerra con los brazos cruzados. Acuso a los despreocupados, a los cortos de
miras, a los egoístas, de haber permitido que Europa se divida, a pesar de la
sangre derramada en vano. Y acuso a los hombres de hoy, no solo de no haber
entendido, sino de haberse reído cuando alguien como yo les recordaba la más
bella expresión sobre la tierra: amarse los unos a los otros. Y acuso a los
mismos hombres de no haber escuchado las voces de los millones que murieron en
la guerra y que os han gritado durante veinte años. ¡Deteneos! ¡Estáis tomando
el mismo terrible camino!”
J’accuse (1938)
Por su parte, los últimos veinte
minutos de J’accuse (1938) son los
que mejor justifican la inclusión de esta película en la presente antología. Cuando
es consciente de que un nuevo conflicto internacional está en marcha, Jean Diaz
recurre al último recurso que le queda para guardar la promesa que hizo a sus
compañeros de regimiento: invocar a los caídos en combate durante la I Guerra
Mundial; aunque no sepamos con claridad si es para advertir a la humanidad
sobre los peligros que acarrea una contienda de esas características o para
castigarla por haber llegado a la misma situación que años atrás. Es entonces
cuando presenciamos la secuencia más famosa de todo el film, quizás con algunos
problemas de montaje -no queda claro el alcance del fenómeno o dónde están
situados los grupos humanos que de él participan- pero no por ello menos
impactante: las flores se marchitan, los animales huyen asustados, empieza a
oler a sulfuro y los cristales de las ventanas se rompen; las tumbas de los
cementerios militares se desvanecen y millones de soldados de todos los países
que se vieron inmersos en la Gran Guerra se abren paso a través de aire, mar y
tierra, convertidos en presencias fantasmales y buscando su tierra natal;
algunos de ellos están desfigurados, otros mutilados y los hay que sólo tienen
una calavera por rostro; las estatuas erigidas en honor a los soldados caídos
también cobran vida y se unen a la espectral comitiva… Pese a todo, lo más
escalofriante de J’accuse (1938) son
las palabras escritas con las que se abre la cinta, absolutamente premonitorias
y plenamente válidas a día de hoy:
“Esta
película está dedicada a los muertos de las guerras del mañana, que sin duda al
verla reconocerán en ella el rostro de su propio tiempo. Abel Gance”.