sábado, 13 de junio de 2015

Terror gourmet (II): 'La caída de la casa Usher' (1928)


Basada en la historia corta de Edgar Allan Poe del mismo nombre, La caída de la casa Usher (1928) es sólo una de las numerosas producciones cinematográficas que han tomado como punto de partida dicho relato, siendo quizás la más popular aquella protagonizada por Vincent Price y dirigida por el ‘rey de la serie B’ Roger Corman -este último responsable a su vez de otras propuestas fílmicas inspiradas en la obra de Poe como El péndulo de la muerte (1961), La máscara de la muerte roja (1964) o La tumba de Ligeia (1964)-; la lista completa de adaptaciones de ‘La caída de la casa Usher’ es extensa y de hecho en 1928 se estrenó incluso otra película basada en el mismo texto a cargo de James Sibley Watson y Melville Webber, en realidad un cortometraje de trece minutos. Pero la historia de la familia Usher no sólo ha servido de inspiración al séptimo arte, sino que ha dado lugar también a un amplio repertorio de teatralizaciones, dramatizaciones radiofónicas, composiciones operísticas y piezas musicales. Por lo que respecta a la película que nos ocupa, su responsable fue Jean Epstein, un reputado director, teórico de cine, novelista y crítico literario de origen ruso pero afincado en Lyon (Francia) desde su época universitaria; Epstein contó con la ayuda de un por entonces desconocido Luis Buñuel, quien ya había trabajado -entre otras cosas- como asistente de producción en su anterior película, Mauprat (1926). Décadas después, el futuro director de Los olvidados (1950) o Belle de jour (1967) contaría en sus memorias varios detalles sobre su participación en el rodaje de La caída de la casa Usher (1928):

“Epstein (…) me tomó en calidad de segundo ayudante. Hice todos los interiores que se rodaron en [el estudio de cine] Epinay. (…) La noche en que se terminó el rodaje de interiores (…) Epstein me dijo: ‘Quédese un momento con el operador. Va a venir Abel Gance a hacer unas pruebas a dos muchachas y me gustaría que le echara una mano’. Yo, con mi brutalidad habitual, le respondí que era ayudante suyo, pero que no tenía nada que ver con Monsieur Abel Gance (…). Añadí que Gance me parecía ramplón. Entonces Jean Epstein me respondió (…): ‘¿Cómo se atreve un pequeño idiota como usted a hablar así de un director tan grande?’. (…) Yo no participé en el rodaje de exteriores de ‘La caída de la casa Usher’. No obstante, al poco rato, (…) Epstein me llevó a París en su coche”[1].
La caída de la casa Usher (1928)

El guión del film -adaptado por Buñuel y escrito por Epstein- mantiene el corpus argumental del texto original de Poe, pero al mismo tiempo introduce ciertas variaciones: se añaden situaciones inéditas, como aquella secuencia en la que Allan pregunta en una posada sobre la ubicación de la casa Usher o la que muestra a varios de los personajes transportando un ataúd a través de hermosos parajes; la hermana de Sir Roderick Usher pasa a ser directamente su mujer y se obvia la enfermedad de él para centrarse en la de ella; la protagonista femenina del relato es aquí enterrada por el médico y un sirviente en vez de por Sir Roderick y su viejo amigo; se apuesta por un final alejado de la conclusión original del relato; y se introducen varios homenajes a la obra literaria del escritor bostoniano -la lápida con el nombre de Ligeia inscrito en ella o la obsesión del hombre por la muerte de su amada, tan presente en muchos de sus escritos-, así como al ‘Dorian Gray’ de Oscar Wilde -el cuadro que absorbe la esencia vital de la persona retratada-. Sí que se mantiene, no obstante, uno de los segmentos más famosos del texto original: el momento en el que, durante una noche de tormentas, su amigo de juventud lee a Sir Roderick un cuento medieval sobre caballeros y dragones, el cual parece tener mucho que ver con los acontecimientos que les rodean; en este sentido, durante la secuencia que narra dicha situación se introducen varios cuadros de texto, en los que se reproducen extractos del cuento inventado por Edgar Allan Poe.

Al margen de la impecable labor actoral de todo el reparto -destaca especialmente la de Jean Debucourt, cuya interpretación de Sir Roderick Usher le permite recorrer un amplio abanico de emociones- y de los impresionantes decorados de la casa que da nombre a la película, son tres los aspectos que convierten a La caída de la casa Usher (1928) en una obra maestra del cine mudo. En primer lugar, la obsesión por los detalles: en determinados momentos a lo largo de la película -y precisamente a través de ‘planos detalle’- se nos muestran de cerca la misteriosa bruma que rodea la casa Usher, una mesa de madera llena de velas cuya cera se ha derretido por todo el mueble, un péndulo en perpetuo movimiento, los mecanismos del interior de un reloj, etc.; imágenes que nos introducen de lleno en el universo de locura en que transcurre la historia. En segundo lugar, la utilización del montaje como herramienta para desconcertar al espectador: cuando Allan llega a la casa Usher, se nos muestran alternativamente un gran plano general de la estancia principal, un plano cerrado de la espalda del cochero que le ha llevado hasta allí, un plano general del carromato alejándose, otro gran plano general de la estancia vacía, un plano detalle de una tumba donde puede leerse ‘Ligeia Usher’, etc.; y más tarde -por citar sólo otro ejemplo-, mientras Sir Roderick toca su guitarra se nos muestran diversos planos del instrumento, del río y de otros paisajes por medio de un montaje cada vez más acelerado. Por último, cabe destacar el uso del ralentí, que ayuda a convertir el visionado de la película en algo muy parecido a experimentar un mal sueño; de esta forma, varios momentos del film nos son mostrados casi a cámara lenta: la mujer de Sir Roderick desmayándose sobre un sillón, la subida de un ataúd por las escaleras de la casa, el instante en que Sir Roderick vuelve su rostro para ver por última vez el ataúd de su amada, el paso de las páginas de un libro, etc.

La caída de la casa Usher (1928)

La caída de la casa Usher (1928) contiene varias situaciones típicas del clásico relato de terror gótico: la misteriosa presentación del personaje de Allan a su llegada a la posada y la atemorizada reacción de los parroquianos allí reunidos cuando aquel les pregunta por la casa Usher; la negación del cochero a continuar su camino una vez que han llegado hasta el brumoso pantano que rodea el siniestro edificio; etc. Pero es en los momentos de corte surrealista cuando el film alcanza sus cotas más altas, dando lugar a estampas de auténtica pesadilla: la escena en que Madeleine Usher posa para su marido está repleta de planos borrosos e imágenes superpuestas; este último recurso vuelve a utilizarse en otra secuencia en la que varios de los protagonistas trasladan un ataúd, superponiéndose durante todo el recorrido la imagen de unas velas alargadas; asimismo, una vez que el féretro es depositado en la cripta tiene lugar un montaje de imágenes absolutamente desasosegante, en el que se van alternando planos de los clavos siendo amartillados sobre el ataúd, un búho expectante y dos ranas apareándose… Epstein también logra transmitir miedo y angustia colocando la cámara en posiciones poco habituales: cuando Madeleine Usher se derrumba y su marido la transporta en sus brazos, la cámara nos muestra el rostro desencajado de Sir Roderick con planos muy cerrados o desde la parte trasera de su cabeza; y durante la secuencia en la que el ataúd es transportado hasta la cripta, la cámara adopta todo tipo de posiciones extrañas e incluso se mueve de arriba abajo, acompañando el bamboleo del féretro -un ‘paseo en ataúd’ que poco tiene que envidiar al de la futura Vampyr (1932), de Carl T. Dreyer.

Mención especial merecen las últimas escenas del film, ya que a día de hoy siguen poniendo los pelos de punta -casi noventa años después de su estreno cinematográfico- y se han erigido por derecho propio en uno de los desenlaces más impactantes de la historia del género: Allan intenta leer un libro en medio de una tormenta; las cortinas de la casa comienzan a tomar vida propia; la cámara nos muestra montones de hojarasca deslizándose por el suelo -un plano digno del mejor Sam Raimi-; una ventana se abre de forma sorpresiva; Allan lee a Sir Roderick un cuento para que ambos puedan distraerse y mientras, dentro de la cripta, el ataúd se cae de su pedestal y el vestido de la difunta comienza a asomar de forma lenta y agonizante por detrás de una pared… Ya en los minutos finales de metraje, las imágenes para el recuerdo cinéfilo se amontonan una detrás de otra: los libros y las armaduras del interior de la casa caen al suelo a cámara lenta; el rostro de Sir Roderick parece poseído por una extraña felicidad; se nos muestra a Madeleine acercándose al edificio, con su cara tapada por el velo debido al fuerte temporal; finalmente, la mujer se interna en la casa Usher con un movimiento a medio camino entre el vampiro de Murnau y los zombies de George Romero, antes de que el edificio se derrumbe en medio de un incendio destructivo y purificador a partes iguales.




[1] En Buñuel, L. (2012). Mi último suspiro. Barcelona: Debolsillo, pp. 112-113. 

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