Litan
(1982)
-acompañada habitualmente por el subtítulo ‘La ciudad de los espectros verdes’-
empieza como una pesadilla de la protagonista y no abandona dicha sensación hasta
su última escena. Durante los primeros dos minutos de metraje, presenciamos de
primera mano un sueño de Nora en el que se dan cita una banda de música con
máscaras plateadas, un equilibrista subido a una moto y cayendo desde varios
metros de altura, una pareja de bailarines disfrazados de ancianos, una especie de jaula con pinchos en su
parte exterior, varios féretros navegando por el río, su novio Jock asestando
golpes y cayendo ensangrentado al suelo…; imágenes dantescas que, en su inmensa
mayoría, irán haciéndose realidad a lo largo de la película, confirmando la teoría
de la protagonista acerca de su naturaleza premonitoria. Pero como decíamos,
aunque la historia tenga una estructura más o menos clásica, todo el film está
recorrido por un aura onírica que desconcierta continuamente al espectador: Nora
acude a visitar a su novio para explicarle su sueño, ambos se ven envueltos en
la hospitalización de un chico que ha aparecido ahogado en las cuevas y terminan
huyendo del pueblo perseguidos por las fuerzas de la ley debido a un
malentendido e intentando escapar de la locura colectiva que se ha ido
adueñando de Litan; sin embargo, todo este desarrollo de los acontecimientos se
ve acompañado por detalles propios de un sueño: los protagonistas pierden
continuamente a sus acompañantes, un extraño mensaje sobre una ‘cita en el
cementerio’ se repite en todos los teléfonos, los habitantes del pueblo parecen
observar impávidos la surrealista escalada de sucesos, se producen situaciones
extrañas en los lugares más inesperados, la banda toca continuamente la melodía
que sonaba en la pesadilla de Nora, los personajes recorren distancias imposibles,
etc.
Rodada con la colaboración de los
habitantes de la villa gala de Annonay y ganadora del Clavel Medalla de Plata
al mejor guión en la 15ª edición del Festival de Cine Fantástico de Cataluña
(Sitges) o del Premio de la Crítica en el Festival de Avoriaz, Litan (1982) está dirigida por
Jean-Pierre Mocky, un realizador francés conocido por la anárquica mezcla de
géneros -comedia, drama, thriller- que caracteriza casi todos los títulos de su
abultada filmografía, así como por participar también en casi todos ellos como
editor, actor y/o escritor; sin embargo, en ninguna otra de sus películas se ha
acercado tanto como en Litan (1982)
al cine fantástico, siendo muy relevante en este sentido el hecho de que la
cinta tenga entre sus guionistas a Suzy y Scott Baker, este último un escritor
estadounidense afincado durante varias décadas en París y especializado en los
géneros de ciencia-ficción, terror y fantasía, además de poseedor de un título
universitario en Ficción Especulativa... Durante el visionado del film, es casi
imposible no pensar en otras cintas de corte similar como El hombre de mimbre (1973) -esos habitantes cuyos actos parecen ser
el reflejo de algo mucho más siniestro- o sobre todo en Amenaza en la sombra (1973) -las premoniciones, el omnipresente
color rojo, la atmósfera nebulosa, la dinámica de la pareja protagonista-, pero
en última instancia Litan (1982) se
erige como un largometraje profundamente original y con unas señas de identidad
propias, respaldadas por una espléndida labor fotográfica a cargo de Edmond
Richard -El proceso (1962), Ese oscuro objeto del deseo (1977)-, una
labor de edición que distribuye sabiamente el uso de la cámara lenta y una ecléctica
banda sonora en la que se dan cita piezas orquestales, operísticas o incluso
cercanas al rock progresivo tan habitual en los largometrajes del italiano Dario
Argento.
Litan (1982)
Como sucede en muchas ocasiones
dentro de los márgenes del cine fantástico, calificar al film de Jean-Pierre
Mocky como una ‘película de terror’ puede parecer una decisión algo arriesgada,
sobre todo de cara a aquellos espectadores que en base a dicha etiqueta esperen
encontrar en ella asesinatos -que los hay-, monstruos, sustos y/o demás
momentos pavorosos generalmente asociados al género. Pero no es menos cierto
que, a lo largo de sus ochenta minutos de metraje, Litan (1982) consigue algo bastante difícil: trasladar al mundo del
séptimo arte los mecanismos de nuestras peores pesadillas, aquellas en las que
no estamos tan aterrorizados como desorientados o desamparados; y además ofrece
un sinfín de momentos a un tiempo sugerentes y enfermizos: un conductor de
autobuses sube a su vehículo casi en trance y comete un atropello; un grupo de
niños persigue a otro disfrazado de monstruo; una mano ensangrentada o manchada
de frutos rojos asoma por encima de una roca; en el hospital, un hombre parece
estar dando de comer trozos de carne humana a unos perros enjaulados; un grupo
de pacientes del ala de Psiquiatría parece campar a sus anchas por el pueblo; las
cruces del cementerio quedan desparramadas tras una fuerte explosión; tres personas
disfrazadas con máscaras de cerdo asaltan a un carnicero sin que nadie haga
nada por evitarlo… Adornada por conversaciones sobre el sentido de la vida y explicaciones
a fenómenos psicológicos tan cautivadores como el déjà vu -uno de los mejores momentos del film-, Litan (1982) acaba dejando al espectador
con muchas más preguntas que respuestas y se inscribe con letras mayúsculas
entre las más grandes muestras del llamado cine onírico.
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